dendrologia

Los bosques tropicales de Costa Rica son escenarios muy complejos, dotados de una belleza múltiple, que va mucho más allá de las flores. Detrás, a los lados y entrelazada con los diversos ramos de flores en las diversas épocas del año, está el mágico lienzo verde del follaje, cuyos protagonistas son una serie de árboles que jamás pierden sus hojas. Entre estas maravillas siempre verdes está el guapinol (Hymenaea courbaril), duro entre los duros, con su corteza rugosa, con destellos ambarinos, y sus frutos que guardan celosamente un alimento sagrado de los pueblos originarios, el nutritivo pinole cuyo sabor hemos olvidado. Cerca del guapinol y también perseguido por su pesada y bellísima madera, se oculta el mítico ron ron (Astronium graveolens) con su estatura mediana y su tronco fácilmente confundible con el de otras especies. Más allá, el almendro de monte (o almendro de río) (Andira inermis) agita su copa rebosante de hojas color verde oscuro, entre las que aparecen pinceladas con brotes de hojas nuevas, con tonos verde-claros y rojizos, produciendo un efecto visual inimitable, un sfumato natural que vale la pena mirar. No lejos del almendro de monte alza su esbelto tronco el tempisque (Sideroxylon capiri ), cuyo nombre aborigen significa “el que cuida de los ríos”, y que no en vano crece robusto a la orilla de estos. Por desgracia el erguido tempisque, que ha prestado su nombre a ríos y pueblos, hoy necesita más que nunca alguien que cuide de él, debido a su bajo índice de reproducción natural y a la sobre explotación de su madera. Por último, en la pintura de este gran lienzo no pueden faltar las 45 especies de higuerones (Ficus) que crecen en Costa Rica. Con sus copas altas y extensas, sus troncos descomunales y sus llamativos sistemas de lianas, los higuerones son parte fundamental del paisaje de todas las zonas del país. En casi todas nuestras ciudades y pueblos hay algún higuerón, o “matapalo”, alrededor del cual se han contado las historias de generaciones y se ha gestado el futuro de familias y comunidades. Hoy extrañamos a dos de estos ficus famosos, que desaparecieron a inicios de este siglo: el entrañable higuerón de San Pedro, en nuestra capital, y el matapalo que marcaba el centro de la playa de Sámara, en la provincia de Guanacaste. Pese a estas pérdidas, celebramos también la designación de Árbol Excepcional del 2003 hecha por el Inbio, del higuerón centenario localizado en Cabuya de Cóbano, provincia de Puntarenas, con una copa de más de 80 metros. Sin el verde que aportan estas y muchas otras especies, sentimos que le faltaría una parte importante de su magia al rosa y al lila, al rojo y al amarillo oro de nuestros árboles floridos.
 Nuestras ciudades son potreros en los que un día comenzamos a construir casas. A lo largo de cientos de años, los predios naturales del saíno y el cortés fueron llenándose primero de cercas, solares, casas de adobe y caminos pedregosos, donde en invierno navegaban a duras penas las carretas de nuestros antepasados. En esos siglos, los árboles florecían cada año al borde de las ventanas, o dejaban caer sus pétalos dormidos en los patios interiores de las viejas casonas de adobe. Los árboles eran parte de la familia campesina. Luego llegaron el asfalto, la varilla, el cemento, las barriadas y los edificios, imponiendo su paso y transformando vertiginosamente los paisajes. Nuestros pueblos se levantaron hasta la estatura de pequeñas ciudades, en las que cada año fue quedando menos campo para los umbrosos solares de antaño. Las tertulias se trasladaron a la radio y los árboles fueron conminados a los parques y bulevares. Pese a ese desplazamiento, nuestras ciudades actuales aún conservan rastros del pueblo que fueron, y ese rastro no está en la tierra sino en el aire: en el dibujo de miles de flores que pueblan el viento y caen lentamente frente a nuestros ojos cada nuevo verano. Los antiguos roblesabanas del Paseo Colón parecen recordar el paso del tranvía hacia el aeropuerto de La Sabana, mientras en el barrio Aranjuez, decenas de alcornoques centenarios se resisten a ser arrastrados por la dura marea de asfalto que ahora cubre sus anchas raíces. Aquí y allá, en Heredia, Alajuela y Cartago se conservan aún, incrustados en los espacios más urbanizados, algunos árboles heroicos que se han resistido a perecer en esta batalla. ¿Cuántos años llevan encima los viejos mangos del parque de Alajuela? Quizá tantos como tendrían ahora las desaparecidas araucarias del parque del Carmen, en Heredia, si no hubieran sido abatidas. Pero aun así, aún cuando nunca antes pensamos que construir no tenía sentido si a la vez devastábamos la piel natural de nuestras tierras, cada vez que llega el tiempo de las flores nuestras ciudades despiertan y se dejan cubrir por el ímpetu primaveral de los sobrevivientes. Y quizá sea esa visión, la visión de ciudades teñidas de rosa y amarillo, de naranja, lila y rojo, la que haya logrado que muchos de nosotros volvamos a sembrar y a defender la estirpe de nuestros árboles más queridos.