Nuestras ciudades son potreros en los que un día comenzamos a construir casas. A lo largo de cientos de años, los predios naturales del saíno y el cortés fueron llenándose primero de cercas, solares, casas de adobe y caminos pedregosos, donde en invierno navegaban a duras penas las carretas de nuestros antepasados. En esos siglos, los árboles florecían cada año al borde de las ventanas, o dejaban caer sus pétalos dormidos en los patios interiores de las viejas casonas de adobe. Los árboles eran parte de la familia campesina. Luego llegaron el asfalto, la varilla, el cemento, las barriadas y los edificios, imponiendo su paso y transformando vertiginosamente los paisajes. Nuestros pueblos se levantaron hasta la estatura de pequeñas ciudades, en las que cada año fue quedando menos campo para los umbrosos solares de antaño. Las tertulias se trasladaron a la radio y los árboles fueron conminados a los parques y bulevares. Pese a ese desplazamiento, nuestras ciudades actuales aún conservan rastros del pueblo que fueron, y ese rastro no está en la tierra sino en el aire: en el dibujo de miles de flores que pueblan el viento y caen lentamente frente a nuestros ojos cada nuevo verano. Los antiguos roblesabanas del Paseo Colón parecen recordar el paso del tranvía hacia el aeropuerto de La Sabana, mientras en el barrio Aranjuez, decenas de alcornoques centenarios se resisten a ser arrastrados por la dura marea de asfalto que ahora cubre sus anchas raíces. Aquí y allá, en Heredia, Alajuela y Cartago se conservan aún, incrustados en los espacios más urbanizados, algunos árboles heroicos que se han resistido a perecer en esta batalla. ¿Cuántos años llevan encima los viejos mangos del parque de Alajuela? Quizá tantos como tendrían ahora las desaparecidas araucarias del parque del Carmen, en Heredia, si no hubieran sido abatidas. Pero aun así, aún cuando nunca antes pensamos que construir no tenía sentido si a la vez devastábamos la piel natural de nuestras tierras, cada vez que llega el tiempo de las flores nuestras ciudades despiertan y se dejan cubrir por el ímpetu primaveral de los sobrevivientes. Y quizá sea esa visión, la visión de ciudades teñidas de rosa y amarillo, de naranja, lila y rojo, la que haya logrado que muchos de nosotros volvamos a sembrar y a defender la estirpe de nuestros árboles más queridos.
dendrologia
Nuestras ciudades son potreros en los que un día comenzamos a construir casas. A lo largo de cientos de años, los predios naturales del saíno y el cortés fueron llenándose primero de cercas, solares, casas de adobe y caminos pedregosos, donde en invierno navegaban a duras penas las carretas de nuestros antepasados. En esos siglos, los árboles florecían cada año al borde de las ventanas, o dejaban caer sus pétalos dormidos en los patios interiores de las viejas casonas de adobe. Los árboles eran parte de la familia campesina. Luego llegaron el asfalto, la varilla, el cemento, las barriadas y los edificios, imponiendo su paso y transformando vertiginosamente los paisajes. Nuestros pueblos se levantaron hasta la estatura de pequeñas ciudades, en las que cada año fue quedando menos campo para los umbrosos solares de antaño. Las tertulias se trasladaron a la radio y los árboles fueron conminados a los parques y bulevares. Pese a ese desplazamiento, nuestras ciudades actuales aún conservan rastros del pueblo que fueron, y ese rastro no está en la tierra sino en el aire: en el dibujo de miles de flores que pueblan el viento y caen lentamente frente a nuestros ojos cada nuevo verano. Los antiguos roblesabanas del Paseo Colón parecen recordar el paso del tranvía hacia el aeropuerto de La Sabana, mientras en el barrio Aranjuez, decenas de alcornoques centenarios se resisten a ser arrastrados por la dura marea de asfalto que ahora cubre sus anchas raíces. Aquí y allá, en Heredia, Alajuela y Cartago se conservan aún, incrustados en los espacios más urbanizados, algunos árboles heroicos que se han resistido a perecer en esta batalla. ¿Cuántos años llevan encima los viejos mangos del parque de Alajuela? Quizá tantos como tendrían ahora las desaparecidas araucarias del parque del Carmen, en Heredia, si no hubieran sido abatidas. Pero aun así, aún cuando nunca antes pensamos que construir no tenía sentido si a la vez devastábamos la piel natural de nuestras tierras, cada vez que llega el tiempo de las flores nuestras ciudades despiertan y se dejan cubrir por el ímpetu primaveral de los sobrevivientes. Y quizá sea esa visión, la visión de ciudades teñidas de rosa y amarillo, de naranja, lila y rojo, la que haya logrado que muchos de nosotros volvamos a sembrar y a defender la estirpe de nuestros árboles más queridos.
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